Las
últimas semanas han traído un poco de tranquilidad a la casa de los empresarios
madrileños. Las muestras de abatimiento que aparentaba su Presidente, Arturo
Fernández, debidas al desorbitado eco mediático de unas leves irregularidades
en las nóminas de ciertos trabajadores, habían trasladado a la opinión pública
y a los empresarios de la patronal la sensación de un inminente abandono, tras
el “periodo de reflexión” anunciado por él mismo.
Algunos,
en su afán por ayudar al desenlace, ya se habían aprestado a dar su consejo,
sin duda “desinteresado”, proponiendo incluso un “ plan para un relevo ordenado
y temporal ” que devolviera al Presidente las fuerzas y el ánimo supuestamente
perdidos y de paso lanzar discretamente su eventual candidatura.
Así
es la vida. Desde el comienzo del asunto, dijimos que la importancia que daban
los medios a tan escasa materia era excesiva y sospechamos de un movimiento que
respondía más al “fuego amigo” procedente de la política que de la propia clase
empresarial, tan desvinculada de la gestión de nuestros líderes. Las
irregularidades, de existir, tendrán un carácter leve, previsiblemente serán
sustanciadas con las sanciones debidas, sin más repercusión y todo ello dormirá
pronto en el olvido.
Quizás
se haya debido el episodio a la escasa independencia de la patronal de los sinuosos
ámbitos de la política, independencia en su grado justo tantas veces reclamada,
precisamente para evitar situaciones como la vivida, que no beneficia a nadie y
mucho menos a la propia institución, aunque haya permitido echar al vuelo los
sueños, impropios por excesivos, de algunos a los que puede más el ansia por
llegar allá donde no alcanzan sus capacidades, que el sentido común que se les
presupone.
Y
es que, además, también hemos dicho que Arturo Fernández es un tipo de
empresario y de persona muy difícil de discutir. Sus negocios, en tercera
generación, son fruto de esfuerzo, trabajo, dedicación, propios de un sector
complejo en el que no se puede llegar hasta donde él ha llegado sin los méritos
citados, junto con una gran fe en su proyecto y una personalidad abierta y
campechana que reconocemos todos cuantos le conocemos. Quiere esto decir que es
muy difícil de sustituir y que no se le conocen sucesores a corto plazo, por
mucho que se intenten encontrar, dentro de la propia CEIM.
Pero
todo ello no quiere decir que su presidencia ha sido perfecta o que no se haya
abierto la sucesión. Bien porque el propio interesado, ante tan incómoda
experiencia, haya podido hacer un examen
de conciencia que le aconseje dedicar más tiempo a sus complejos negocios que a
la patronal, bien porque otros elementos para nosotros aún desconocidos le
inclinen a ello, o porque simplemente crea que es el momento de recuperar una
buena parte de su libertad, perdida en tarea tan ingrata y poco agradecida como
es la representación institucional.
Por
otro lado, para muchos de los que la componemos, CEIM hace tiempo que ha ido
perdiendo su esencia por lo que procede una cierta recomposición de sus fines y
objetivos. La patronal que nació como suma de asociaciones con el añadido
lógico de algunas grandes empresas inclasificables en sectores o territorios
concretos, ha dado en un conglomerado de empresas de todo tamaño, muchas de
ellas públicas, más cerca de un lobby de intereses múltiples que de la
Confederación de patronales que le dio representatividad y presencia.
Ese
lobby, pastoreado por ciertos dirigentes o asociaciones de sectores, hoy en
franca decadencia, domina sus órganos clave y sus debilitadas finanzas. La
multitudinaria Asamblea General, deslavazado órgano supremo que dobla en número
a la propia CEOE, la burocrática Junta Directiva, forzosa sustituta del
desaparecido Comité Ejecutivo, la llamada Mesa de Vicepresidentes, igualmente espesa
y de emergencia, junto con la conocida como mini-mesa o mesa camilla para el
alivio de las urgencias del Presidente, así como alguna Comisión, como la
llamada de Admisiones, cuya única finalidad es filtrar la entrada de todo aquel
que disguste o incomode a sus escasos e iluminados componentes, todo ello
destila un olor rancio, impropio de la gran organización abierta y transparente
que, por su papel en el fomento del asociacionismo empresarial mereció el
reconocimiento de “organización más representativa” en virtud de la Ley 7/95 de
la Comunidad de Madrid.
Dicha
Ley, que permitió su representatividad y crecimiento, hoy se usa como elemento
diferenciador y excluyente, hurtando los derechos igualitarios de todos y reforzando,
o intentando reforzar, las ilusiones
sucesorias de algunos que esperan ascender a las alturas en los próximos meses,
con motivo de la Asamblea General Electoral.
Pero
hay que advertir que, el Presidente Arturo Fernández, en las reuniones
convocadas al efecto estos días con sectores y territorios, se ha comprometido
a resolver las diferencias internas de todo tipo, a aplicar los estatutos tal y
como fueron concebidos y respetados durante decenios y a modernizar CEIM con el
mismo o parecido planteamiento que la propia CEOE está queriendo llevar a
efecto en su inminente Asamblea, para
intentar devolverle el prestigio perdido, aunque para algunos tal cambio solo
persiga la continuidad de los mismos personajes.
Es
la única manera de preservar el papel y hasta la supervivencia de la patronal
de Madrid. No pueden seguir las capillas y las exclusiones. No se debe
continuar con la política buenista y
presidencialista durante mucho tiempo, por más que, como hemos dicho, sea muy
difícil encontrar entre nuestras filas a empresarios de dimensión, compromiso y
capacidad de liderazgo suficientes para llevar adelante la tarea de la
necesaria renovación.
CEIM
está en un momento clave. Su Presidente tiene una gran responsabilidad. Debe
introducir grandes cambios, de personas y proyectos, tanto si se va como si
decide continuar, porque de no hacerlo es más que probable que, por primera vez
en la historia de nuestra casa común, ya dividida, se produzcan escisiones y
emerjan las contradicciones en unas elecciones alejadas de la lista y candidato
único consensuado y aceptado por la inmensa mayoría, procedimiento que ha sido
habitual en sus 35 años de vida.